Resumen de Informes del Dr. Gordon Edwards y la Dra. Stella Swanson
Los graves riesgos para la salud pública que surgen de la minería uranífera han sido ampliamente estudiados y documentados por médicos sanitaristas y establecimientos hospitalarios de Canadá (el mayor productor y exportador de uranio del planeta), Australia y Estados Unidos (otros países donde ha sido predominante la explotación minera de este peligroso metal radiactivo). No obstante, los ciudadanos de esas y otras naciones no han tenido mucha información sobre este material considerado como “el más mortífero de los metales”, que sólo sirve como materia prima de bombas atómicas y combustible para reactores nucleares.
Las dos principales características del uranio son destructivas: ante todo, es un metal radioactivo (emite una letal radiación ionizante que consiste en rayos alfa y beta). Y en segundo término, es un material fisionable (se desintegra liberando inmensas cantidades de energía). Los primeros individuos del mundo que sufrieron su impacto letal fueron los mineros que trabajaban en minas de flúor y zinc. Ya en 1546, más de la mitad de los mineros de Schneeberg (Alemania) morían de cáncer de pulmón y una alta incidencia de ese mal se verificaba en las poblaciones vecinas a las minas donde ellos trabajaban. El mismo fenómeno se constató hacia 1879 entre los mineros de Joachimsthal (Checoslovaquia). Posteriormente se constató que lo mismo le sucedía a los mineros en Suecia y en Terranova (Canadá). A partir de 1930 comenzaron a publicarse estudios científicos: todo indicaba que en el fondo de las minas se topaban con vetas de uranio y que los gases radiactivos de este metal producían a mediano plazo tumores en los pulmones de los trabajadores. Ese gas fue denominado radón y se verificó que durante su desintegración generaba las llamadas “hijas del radón” subproductos también emisores de radioactividad.
El uranio-238 es una sustancia radioactiva muy diseminada en la corteza terrestre, pero concentrada en ciertas formaciones de roca dura. A medida que sus átomos se desintegran lentamente, durante miles de millones de años, va convirtiéndose en una amplia gama de subproductos igualmente radiactivos: torio-230, radio-226, radón-222 y las maléficas “hijas del radón”, entre ellas el plomo-210 y el polonio-210.
Cuando los mineros excavan la veta que contiene uranio, ello libera inevitablemente enormes cantidades de gas radón en la atmósfera de la mina y después en el entorno de la misma cuando se extraen los trozos de roca. En sí mismo este gas posee una vida media relativamente corta de 3,8 días, pero el aire se contamina largamente con sus derivados. Estos se adhieren a microscópicas partículas de polvo que acaban alojándose en sus pulmones, donde emiten peligrosas dosis de rayos alfa. Ello provoca una alta incidencia de cáncer de la piel, fibrosis pulmonar y otros males del sistema respiratorio o afecciones cutáneas o en las mucosas, de las cuales algunas toman décadas para manifestarse.
Para obtener tres kilos de uranio es preciso remover una tonelada de material rocoso. En general, se construye cerca de la mina un molino para triturar la roca y efectuar la separación del metal procurado, lo cual requiere el uso de varios ácidos. Las rocas pulverizadas reciben el nombre de “colas” y se acumulan alrededor de la mina y el molino. Estas colas contienen el 85 por ciento de la radioactividad original de la veta uranífera (torio-230, radio-226 y el resto de los subproductos. Emiten por lo menos diez mil veces más gas radón que el albergado por las rocas no removidas de la tierra.
El legado de la minería del uranio es verdaderamente devastador. Mueren los mineros, vastos reservorios de colas convertidas en arena liberan su radioactividad en el medio ambiente, las hijas del radón se acumulan en las construcciones donde vive la gente y pasan a la cadena alimenticia a través del agua, los peces y las plantas, induciendo tumores de estómago y riñones.
Los grandes peligros para el medio ambiente son:
1. Contaminación del agua superficial y de los sistemas fluviales con materiales radioactivos disueltos;
2. Fallas catastróficas de los repositorios y contenedores donde se alojan miles de toneladas de colas;
3. Dispersión del polvo radioactivo, que va alojándose en aguas, plantas, animales, peces y seres humanos: riesgos que se magnifican debido a la erosión, la negligencia y los cambios climáticos;
4. Liberación de gas radón en el aire, y depósito de hijas del radón en los suelos de miles de kilómetros a la redonda;
5. Polución de la superficie y de las aguas con los contaminantes químicos existentes en las colas, notablemente metales pesados, ácidos, amoníaco y sales.
La ciencia moderna no tiene manera de eliminar la radiación liberada por la minería del uranio.
Se ha mencionado la posibilidad de volver a enterrar en las minas el polvo y las piedras radiactivas extraídas durante el proceso y la molienda, pero los elevados costos la hacen imposible. En ninguna mina del planeta se ha efectuado satisfactoriamente este tipo de operación “de limpieza”.
La familia uranífera constituye una aglomeración de radionúclidos y otros materiales cancerígenos que permanecen activos emitiendo radiación ionizante durante siglos y milenios. De esas mismas minas surgen otros elementos contaminantes removidos por la extracción minera, especialmente arsénico y níquel. La tabla de elementos trans-uraníferos (del uranio-238), a medida que se desintegra, está compuesta paulatinamente por: torio-234, protactinium-234, uranio-234, torio-230, radio-226, radón-222, polonio-218, plomo-214, bismuto-314, polonio-214, plomo-210, bismuto-210 y polonio-210. Al final del recorrido (de millones de años) desemboca en un elemento estable, el plomo-206.
La emisión de rayos alfa, beta y gamma surgida de esta desintegración paulatina, afecta irremediablemente al cuerpo humano con múltiples formas de cáncer en los siguientes órganos, aparte de la piel, los huesos y los músculos: tiroides, hígado, ovarios, bazo, pulmones y riñones.
Toda radiación ionizante es nociva para el tejido normal, dado que daña las células. Una vez absorbida por el cuerpo no hay manera de “limpiarla”. Su poder destructivo se instala en la médula de los huesos, en los órganos reproductivos y en otras zonas vitales del organismo. Sus efectos no son inmediatos, y la exposición produce tumores que aparecen décadas después, cuando es irreversible.
Estudios efectuados en Estados Unidos entre mineros indígenas de los estados de Colorado y Utah y de las tribus que viven cerca de los depósitos de las colas de uranio, constataron que sus hijos nacieron con un elevado índice de defectos congénitos.Uno de los problemas centrales de este proceso es la ignorancia pública acerca de su malignidad. Los técnicos desconocen cuáles son los efectos de la exposición crónica a la radiación de bajo nivel, en la gente o en cualquier otro organismo viviente. En cuanto a la radioactividad de alto nivel, el estudio de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki (1945) o de la central atómica de Chernobyl (1986) ha aportado diagnósticos nefastos irrefutables.
Los científicos responsables preguntan:
¿Queremos vivir con esta incertidumbre?
¿Qué riesgos estamos dispuestos a aceptar como sociedad?
Traducido por Miguel Grinberg
Los graves riesgos para la salud pública que surgen de la minería uranífera han sido ampliamente estudiados y documentados por médicos sanitaristas y establecimientos hospitalarios de Canadá (el mayor productor y exportador de uranio del planeta), Australia y Estados Unidos (otros países donde ha sido predominante la explotación minera de este peligroso metal radiactivo). No obstante, los ciudadanos de esas y otras naciones no han tenido mucha información sobre este material considerado como “el más mortífero de los metales”, que sólo sirve como materia prima de bombas atómicas y combustible para reactores nucleares.
Las dos principales características del uranio son destructivas: ante todo, es un metal radioactivo (emite una letal radiación ionizante que consiste en rayos alfa y beta). Y en segundo término, es un material fisionable (se desintegra liberando inmensas cantidades de energía). Los primeros individuos del mundo que sufrieron su impacto letal fueron los mineros que trabajaban en minas de flúor y zinc. Ya en 1546, más de la mitad de los mineros de Schneeberg (Alemania) morían de cáncer de pulmón y una alta incidencia de ese mal se verificaba en las poblaciones vecinas a las minas donde ellos trabajaban. El mismo fenómeno se constató hacia 1879 entre los mineros de Joachimsthal (Checoslovaquia). Posteriormente se constató que lo mismo le sucedía a los mineros en Suecia y en Terranova (Canadá). A partir de 1930 comenzaron a publicarse estudios científicos: todo indicaba que en el fondo de las minas se topaban con vetas de uranio y que los gases radiactivos de este metal producían a mediano plazo tumores en los pulmones de los trabajadores. Ese gas fue denominado radón y se verificó que durante su desintegración generaba las llamadas “hijas del radón” subproductos también emisores de radioactividad.
El uranio-238 es una sustancia radioactiva muy diseminada en la corteza terrestre, pero concentrada en ciertas formaciones de roca dura. A medida que sus átomos se desintegran lentamente, durante miles de millones de años, va convirtiéndose en una amplia gama de subproductos igualmente radiactivos: torio-230, radio-226, radón-222 y las maléficas “hijas del radón”, entre ellas el plomo-210 y el polonio-210.
Cuando los mineros excavan la veta que contiene uranio, ello libera inevitablemente enormes cantidades de gas radón en la atmósfera de la mina y después en el entorno de la misma cuando se extraen los trozos de roca. En sí mismo este gas posee una vida media relativamente corta de 3,8 días, pero el aire se contamina largamente con sus derivados. Estos se adhieren a microscópicas partículas de polvo que acaban alojándose en sus pulmones, donde emiten peligrosas dosis de rayos alfa. Ello provoca una alta incidencia de cáncer de la piel, fibrosis pulmonar y otros males del sistema respiratorio o afecciones cutáneas o en las mucosas, de las cuales algunas toman décadas para manifestarse.
Para obtener tres kilos de uranio es preciso remover una tonelada de material rocoso. En general, se construye cerca de la mina un molino para triturar la roca y efectuar la separación del metal procurado, lo cual requiere el uso de varios ácidos. Las rocas pulverizadas reciben el nombre de “colas” y se acumulan alrededor de la mina y el molino. Estas colas contienen el 85 por ciento de la radioactividad original de la veta uranífera (torio-230, radio-226 y el resto de los subproductos. Emiten por lo menos diez mil veces más gas radón que el albergado por las rocas no removidas de la tierra.
El legado de la minería del uranio es verdaderamente devastador. Mueren los mineros, vastos reservorios de colas convertidas en arena liberan su radioactividad en el medio ambiente, las hijas del radón se acumulan en las construcciones donde vive la gente y pasan a la cadena alimenticia a través del agua, los peces y las plantas, induciendo tumores de estómago y riñones.
Los grandes peligros para el medio ambiente son:
1. Contaminación del agua superficial y de los sistemas fluviales con materiales radioactivos disueltos;
2. Fallas catastróficas de los repositorios y contenedores donde se alojan miles de toneladas de colas;
3. Dispersión del polvo radioactivo, que va alojándose en aguas, plantas, animales, peces y seres humanos: riesgos que se magnifican debido a la erosión, la negligencia y los cambios climáticos;
4. Liberación de gas radón en el aire, y depósito de hijas del radón en los suelos de miles de kilómetros a la redonda;
5. Polución de la superficie y de las aguas con los contaminantes químicos existentes en las colas, notablemente metales pesados, ácidos, amoníaco y sales.
La ciencia moderna no tiene manera de eliminar la radiación liberada por la minería del uranio.
Se ha mencionado la posibilidad de volver a enterrar en las minas el polvo y las piedras radiactivas extraídas durante el proceso y la molienda, pero los elevados costos la hacen imposible. En ninguna mina del planeta se ha efectuado satisfactoriamente este tipo de operación “de limpieza”.
La familia uranífera constituye una aglomeración de radionúclidos y otros materiales cancerígenos que permanecen activos emitiendo radiación ionizante durante siglos y milenios. De esas mismas minas surgen otros elementos contaminantes removidos por la extracción minera, especialmente arsénico y níquel. La tabla de elementos trans-uraníferos (del uranio-238), a medida que se desintegra, está compuesta paulatinamente por: torio-234, protactinium-234, uranio-234, torio-230, radio-226, radón-222, polonio-218, plomo-214, bismuto-314, polonio-214, plomo-210, bismuto-210 y polonio-210. Al final del recorrido (de millones de años) desemboca en un elemento estable, el plomo-206.
La emisión de rayos alfa, beta y gamma surgida de esta desintegración paulatina, afecta irremediablemente al cuerpo humano con múltiples formas de cáncer en los siguientes órganos, aparte de la piel, los huesos y los músculos: tiroides, hígado, ovarios, bazo, pulmones y riñones.
Toda radiación ionizante es nociva para el tejido normal, dado que daña las células. Una vez absorbida por el cuerpo no hay manera de “limpiarla”. Su poder destructivo se instala en la médula de los huesos, en los órganos reproductivos y en otras zonas vitales del organismo. Sus efectos no son inmediatos, y la exposición produce tumores que aparecen décadas después, cuando es irreversible.
Estudios efectuados en Estados Unidos entre mineros indígenas de los estados de Colorado y Utah y de las tribus que viven cerca de los depósitos de las colas de uranio, constataron que sus hijos nacieron con un elevado índice de defectos congénitos.Uno de los problemas centrales de este proceso es la ignorancia pública acerca de su malignidad. Los técnicos desconocen cuáles son los efectos de la exposición crónica a la radiación de bajo nivel, en la gente o en cualquier otro organismo viviente. En cuanto a la radioactividad de alto nivel, el estudio de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki (1945) o de la central atómica de Chernobyl (1986) ha aportado diagnósticos nefastos irrefutables.
Los científicos responsables preguntan:
¿Queremos vivir con esta incertidumbre?
¿Qué riesgos estamos dispuestos a aceptar como sociedad?
Traducido por Miguel Grinberg
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